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POLÉMICA EN FRANCIA
Lunes 18 de noviembre de 2013
El pasado jueves se publicó finalmente el Manifiesto de los 343 cabrones que tanto revuelo ha generado en Francia desde su filtración hace dos semanas y del que se ha hecho eco con estupefacción medio planeta. El texto, titulado No toques a mi puta y en el que los firmantes, entre los cuales periodistas, artistas y escritores, se oponen a la ley que el Parlamento francés se dispone a debatir sobre la penalización de los clientes de prostitución. Más allá de la polémica en su forma, los autores pretenden abrir el debate sobre la prostitución y oponerse a una sociedad demasiada puritana. Para ello es necesario, sin embargo, alejarse de las fantasías y partir de la realidad de la prostitución.
Desde que estalló el escándalo, varios de los rostros más conocidos entre los firmantes han dado marcha atrás o han matizado su implicación. El cómico Nicolas Bedos fue el primero en hacerlo, desentendiéndose en particular de la referencia al manifiesto de las 343 mujeres sobre el aborto publicado en 1971, popularizado por la revista satírica Charlie Hebdo como el manifiesto de las 343 salopes –en su versión femenina, este insulto que en masculino se puede traducir como “cabrón” tiene una connotación más sexual y se podría traducir como “zorra”-. Sobre el fondo, el firmante reitera estar en contra de la criminalización de la prostitución: “Querer prohibir la prostitución me parece tan estúpido como querer prohibir que llueva”, explicó en su cuenta de Twitter.
La figura más destacable del manifiesto, el escritor Frédéric Beigbeder, quien acaba de relanzar la revista erótica masculina Lui en Francia, aclaró hace unos días su postura en una larga tribuna en Le Monde. En ella rectifica que tampoco estaba al tanto del titular No toques a mi puta, del cual se desmarca, pero asume como propia la comparación con las mujeres de 1971. Responde a la ministra de derechos de la mujer y autora del proyecto de ley a punto de debatirse, Najat Vallaud-Belkcem, quien resumió las críticas al paralelo de forma muy concisa: “Las 343 salopes pedían disponer de su cuerpo, los 343 salauds piden disponer del cuerpo de los otros”
“La fórmula suena bien, pero es doblemente falsa. Nadie reclama el derecho a disponer del cuerpo de otro en una relación consentida entre adultos; se trata de un intercambio tristemente claro (placer contra dinero), cuyo principal defecto es el de no corresponder a la moral republicana”, explica en un texto en el que denuncia una sociedad demasiado puritana para abrir un debate serio sobre la prostitución.
“En 1971, las mujeres que abortaban estaban estigmatizadas, avergonzadas; en 2013, los clientes de las prostitutas están estigmatizados, avergonzados. Ese es el punto común. Proponer una ley para penalizar a los clientes de las prostitutas supone denunciar a personas que se encuentran, nos guste o no, en situación de desamparo y de aislamiento. De lo que nunca se habla es de la miseria sexual”.
Antes de que aclarara de forma tan límpida el fondo de su pensamiento, Morgane Merteuil, secretaria general del Sindicato de los Trabajadores Sexuales (STRASS), denunciaba en la revista l’Express ya un “discurso antifeminista que quiere hacer creer que sois las pobres víctimas de los progresos feministas: cuando vosotros defendéis vuestra libertad a poder follarnos, nosotras estamos en un punto en el que defendemos nuestro derecho a no palmarla”. Por ello, el sindicato está en contra de la criminalización del cliente, como de cualquier medida represiva en este ámbito, porque considera que “condena a numerosas mujeres a más clandestinidad”. “Como putas nos oponemos a ello”, según denuncia en un texto en el que la emprende contra el paternalismo tanto de los 343 salauds como de los abolicionistas.
“Somos nosotras las putas las que somos estigmatizadas e insultadas a diario, porque vender sus servicios sexuales no se considera como una forma ‘digna’ de sobrevivir. Nosotras, las putas, las que sufrimos a diario los efectos de la represión. Nosotras, las putas, las que arriesgamos nuestra vida, como clandestinas en una sociedad que no hace más que querer abolirnos. Entonces no inviertan los papeles, y dejen de presentarse como víctimas, cuando su posibilidad de ser cliente no es más que una prueba económica y simbólica de la que dispone en esta sociedad patriótica y capitalista”.
Al margen de la comparación más o menos afortunada con aquellas mujeres que admitieron públicamente haber abortado años antes de que Simone Veil legalizara la interrupción voluntaria del embarazo en 1975, y de la visión paternalista del asunto, parte del problema del manifiesto consiste en su visión totalmente anticuada de la realidad de la prostitución. El propio Beigbeder admite: “Es un tema que no conozco bien, mis investigaciones se detienen en el Le Baron de la avenida Marceau (antigua época, finales de 1980, principios de 1990, antes de que ese bar de azafatas se convirtiera en discoteca de moda)”. La escritora Claudine Legardinier se refiere así al “mitología de la fille de joie” que va en limusina y se reivindica como sexualmente emancipada.
En una dura pero clarísima crónica en la radio Europe1, el editorialista Antonin André, quien denunciaba a los firmantes como un grupo de “provocadores en fin de carrera”, lo resumía así: “Hoy en día, señores cabrones, la imagen más significativa de la prostitución es la de la una mujer en cinco metros cuadrados a la que le rompen los dientes al final de la jornada si no ha conseguido dinero suficiente…. Le aseguro que no exagero”.
O como explicaba Soledad Gallego-Díaz en El País: “Seguro que hay alguna Pretty Woman o Tristana. Pero las prostitutas que se parecen a Julia Roberts o a Catherine Deneuve no son muy abundantes y existen infinidad de estudios que demuestran que ni el 10% de las prostitutas que ejercen en Europa lo hacen con completa libertad”.
En respuesta a Beigdeber cabe también destacar un elemento crucial: el objetivo de la legislación que el Parlamento se dispone a examinar a finales de este mes no pretende “humillar” o “juzgar” al cliente, sino precisamente hacer que asuma su responsabilidad respecto al papel que desempeña en esta realidad. Las penas contempladas son de 1.500 euros de multa, y 3.000 en caso de reincidir. Propone incluso un cursillo de sensabilización como alternativa a la sanción, en una clara voluntad didáctica.